Ayer llovía torrencialmente en Marcos Paz. Pero a Carlos Monvale, de 67 años, nada lo frena. Sin fines de semana, y con una pasión neta por los animales, su historia de trabajo constante comenzó de chico, cuando con solo cuatro años daba de comer a unas pocas gallinas que su familia producía para consumo.
A los siete, con ayuda de un hermano mayor, hizo un gallinero en el fondo de su casa y comenzó a producir sus primeros pollitos de manera casera y artesanal. Pero a los diez años, ya no tanto por hobby, “sino mirando la veta comercial”, decidió industrializar la producción.
Comenzó con 100 pollitos por mes. Por la mañana, mientras otros chicos jugaban a la pelota en un potrero cercano, él cuidaba sus pollos. Por la tarde iba a la escuela primaria y cuando volvía, de vuelta al fondo para seguir atendiendo su producción. Para “Carlitos”, los viernes eran el “día D”. Durante toda la noche se dedicaba a matar los pollos y desplumarlos a mano con agua caliente para luego faenarlos.
“En el galponcito del fondo, al lado del gallinero, eran largas horas de faena dura para al otro día, tipo siete de la mañana, arrancar con la venta”, contó a LA NACION.
En una bicicleta con un carrito detrás, cargaba los más de 50 pollos faenados y tomaba en Moreno el tren hasta la estación de Morón. En el furgón del tren, durante el viaje, embolsaba y acomodaba los pollos. Ya en Morón, un kioskero “gauchito” le cuidaba su movilidad, mientras él repartía su producción en almacenes, rotiserías y fiambrerías.
En poco tiempo, siendo adolescente, con las ganancias pudo comprar un terreno de 2500 metros, donde trasladó su granja y comenzó a producir a una escala mayor: alrededor de 500 pollos por mes.

“Todos los días, por la mañana atendía los pollos, por la tarde iba al centro a trabajar y por la noche volvía al criadero y ya me quedaba a dormir ahí nomás. Siempre estaba fuera de mi casa”, recordó el productor.
Si bien al tiempo el empresario con el que se asoció le ofreció que se haga cargo de toda la producción, nunca abandonó sus granjas. Cuando esa empresa quebró, con un renombre ya en el sector, empezó a trabajar durante 20 años en otra firma que luego compraría San Sebastián. “Llegamos a criar 10 millones de pollos por ciclo”, señaló el empresario.
Con la crisis de 2001 y la desaparición de San Sebastián era hora de independizarse por completo. Empezó a remar y, poco a poco, sus rubros productivos se multiplicaron: hacienda de feedlot, cerdos y hasta un tambo estabulado con 250 vacas en ordeñe.
Una característica que tiene la alimentación de sus animales es que lo hace a través de distintos subproductos. Una vuelta ofreció a las fábricas alimenticias un servicio de retiro del scrap (masas, galletitas, harinas, chocolates, fideos, etc) y lo transformó en alimento balanceado para sus cerdos.
Luego sumó a los vacunos y a los pollos. Por día consume 45 mil kilos de subproductos, donde los cerdos comen un 100%, los novillos un 30% y los pollos desde el 40% en adelante.
“Tienen alta palatabilidad, los novillos enseguida detectan el sabor de estos alimentos y se desviven. Con la lengua revuelven el preparado y lo primero que comen son galletitas y chocolates y dejan el silo para lo último”, explicó.
Hoy tiene 70 empleados, más de 3500 novillos en engorde a corral, produce más de 100 mil pollos al mes, y vende 1000 cerdos al mes. Para los pollos faena en un frigorífico alquilado y vende con marca propia. A la hacienda vacuna la comercializa en el Mercado de Liniers. En tanto, a los cerdos los vende a un frigorífico.
Con la presencia de sus hijos, Juan Pablo y Francisco en la firma, Monvale lentamente comenzó a delegar. “Nunca me podré retirar del todo; trabajar está en mi esencia”, concluyó.